lunes, 12 de marzo de 2012

LA MONTAÑA DE LA RENDICIÓN.

En medio de aquel cruce, donde se dibujaban unas imponentes montañas a lo lejos, me depositaron y Daniel, un profesor noruego de 65 años, con pintas de doc (el genio chiflado de regreso al futuro), me sacó una foto con el móvil: ahí estaba yo, 32 años y 10 kilos menos, con mochila, guitarra y una cámara de fotos en medio de aquel increíble paraje. Me despedí de él como si de una proyección de mi mismo en el futuro se tratase. Era como si él representase todos los viajes y aventuras que me quedaban por vivir.

Una vez se alejó la cochambrosa furgoneta un armonioso y melódico silencio se apoderó de ese paisaje al más puro estilo western, coloreado con contrastados tonos naranja del atardecer. Comencé una caminata de 8 kilómetros hasta que se cruzaron unos campesinos con bueyes y carros y me ofrecieron llevar mi carga. Árboles enormes cargados de mangos se abrían ante mi con inmensos campos de arroz, al fondo: la Andringrita y sus montañas escarpadas. Llegué al poblado de noche y un grupo de niños me recibió con mangos en las manos, me agarraron de la mano y me llevaron a ver al alcalde.


Ernest, el Alcalde:

Ernest, 50 años, pausado y armonioso. Le expliqué que quería ir a un camping que había a 17 kilometros pero él me aconsejó que pasase la noche en el pueblo y que emprendiese el camino por la mañana. Su casa constaba de un salón y una cocina, paredes de barro y suelo de tierra. En el salón había varias camas donde dormía él y su hija la menor. Me ofreció quedarme con ellos y acepté. Las camas eran de paja envuelta en telas de saco, de aspecto rústico y pobre pero muy cómodas. No se distinguía del resto de los campesinos por su aspecto pero hablaba mejor francés. Tocamos la guitarra. Luego, con la luna como testigo, me contó su historia:

Alumno aventajado fue el único de aquel pueblo que cursó estudios de medicina en la capital pero al enfermar sus padres no pudo terminar la carrera y regresó para cuidar de los suyos. Fallecido sus padres decidió ocuparse del pueblo y gestionar el desarrollo de la aldea, sus comunicaciones, la distribución de alimentos etc. convirtiéndose en el alcalde.

A finales de los 90 apareció un suizo, que, habiéndose enamorado de la región, quería aprovechar su jubilación y retirarse en aquellas tierras. Su idea era invertir en maquinaria e intentar colaborar con la aldea al igual que ocuparse de la educación de los jóvenes. El día que regresaba hacia la capital para volver a Suiza, la furgoneta se averió y tuvieron que pasar varias horas arreglándola. Les sorprendió la noche. En aquel entonces, hace más de diez años, esa región era pasto de bandoleros, gente que después de las revueltas habían robado camiones militares y se habían quedado con las armas. Mientras arreglaban la furgoneta los bandoleros la asaltaron. El suizo, de carácter tozudo y orgulloso se negó a darles sus pertenencias. Le dispararon a bocajarro. Murió al instante.

El alcalde me contaba esta historia con un tono de voz suave, como si no fuese tan grave pero yo dejé a un lado la guitarra, me concentré en el reflejo del fuego de la hoguera en sus negros ojos.

-Y los bandoleros? Pregunté.

El alcalde me sirvió cerveza en el vaso y continuó su narración. Tras la muerte del suizo, que se había convertido en un buen amigo, él estuvo muy afectado durante un tiempo. Entonces decidió visitar los pueblos vecinos, ya que conocía a la mayoría de los bandoleros. Decidió hablar con ellos y explicarles que lo que estaban haciendo era ponerse la soga al cuello.

-Ese hombre, el suizo, iba a invertir su jubilación y nos iba a enseñar lo que sabía, era un buen hombre y quería estas montañas y estas tierras como nosotros… sólo quería ayudarnos y ahora le hemos matado… era mi amigo y le hemos matado.
Lo curioso es que no hacía distinción entre él y los asesinos, eran todos uno, haciéndole ver a ellos que este no era el camino y que no formaban un grupo apartado del resto de los campesinos. La violencia no les iba a servir más que para empeorar sus vidas, al igual que había empeorado la suya con la muerte de su amigo el suizo.

El alcalde consiguió a lo largo de los años que dejasen las armas y las enterrasen en una montaña, la de la rendición.

Fue el único lugar donde los niños, en lugar de pedirme dinero o bombones, me ofrecieron mangos. Se lo comenté al alcalde: él había conseguido que la gente respetase a los blancos, a los vazah, y que fuesen estos los que si querían colaborar, ayudasen, sin sentirse agobiados o forzados por la presión de la pobreza.




A la mañana siguiente desayuné con él y su hija menor (su mujer trabajaba en la capital y cuidaba de sus dos hijos que estudiaban también en la urbe).

El desayuno: arroz blanco y una lata de sardinas. Le pregunté que cómo podía agradecerle el hospedaje. Me dio su dirección y me dijo que le enviase las fotos que había hecho de los niños del poblado, que siguiésemos en contacto y no me olvidase de su aldea. Finalmente insití en darle algo de dinero y él acepto la voluntad.

El grupo de niños me siguió hasta las afueras del poblado y continué mi viaje por las impresionantes montañas de Tsaranoro.





Luego, cuando llegué a las imponentes montañas, el silencio se apoderó de todo y cualquier sonido era un sacrilegio por lo que estuve tres días sin hacer ni mu. En algún momento pensé en que la sensación era tan sobrecogedora que porqué no morir en aquel instante, en aquella maravilla de lugar, en el umbral de la felicidad...

Hoy en día, cuando pienso en el alcalde de Nohitsaoka, sigo teniendo la sensación de haber conocido a una gran persona, inteligente y coherente con sus pensamientos y actos, con un gran corazón y muy humilde en su actitud: un sabio.


Aquí la dirección del alcalde por si queréis escribirle o visitarle:

RAOLONANAHARY
Andriamihamina Ernest
Alcalde de la comunidad rural de Nohitsaoka.
303 Ambalavao.
MADAGASCAR.